Aquella noche, de repente, lo vió claro.Mientras bebía su escocés favorito, decidió la táctica a seguir la mañana siguiente.Era el juicio más importante de su brillante y prometedora carrera.En el bufete confiaban en él para que sacara el caso adelante y así reforzar el prestigio obtenido durante años. Era el empujón definitivo que necesitaba para que le nombraran socio de pleno derecho. «Lo vas a conseguir», se decía a si mismo.
A la mañana siguiente, tras ponerse su mejor traje y calzarse sus caros zapatos italianos, cogió su maletin y se subió en su deportivo. En el camino, no dejaba de pensar en la defensa que tan dura y meticulosamente había preparado. El cliente también confiaba plenamente en la astucia y buen trabajo de su abogado.
Finalmente llegó al juzgado. Con paso firme y decidido se dirigió a la sala. Abrió el maletin donde llevaba todos los papeles del caso. Para su sorpresa, también llevaba, sin saberlo, una foto de su ex mujer. Dios, como echó a perder esa relación por triunfar en su trabajo, por ser el mejor. A medida que pasaba el tiempo, se había convertido en un abogado sin escrúpulos y sin mostrar ningún tipo de sentimiento hasta lograr su objetivo. Había dejado atrás su humanidad definitivamente.
Con este pensamiento comenzó el juicio. Siempre le pasaba lo mismo, casi ni se daba cuenta del tiempo que duraba el proceso, sumergido al 100% en su trabajo, impasible, hasta destrozar a su oponente.
Había logrado otra victoria, aunque para ello tuviera que haber librado de la cárcel al mayor capo de la mafia de toda la historia de Brooklyn.
Fue a casa satisfecho y lo celebró bebiéndose otra copa de escocés. De entre las sombras, surgió una figura detrás de él. Sin dudarlo, le disparó un tiro que le voló la tapa de los sesos. Era un buen policía.
Miguel Ángel Bonafonte Serrano