Nací un 1 de noviembre. Allá por 1959, justo el año en que acababan de estrenar Con la Muerte en los Talones. Era noche de difuntos, la que ahora se ha dado en llamar Noche de Halloween. Eran otros tiempos. Y eso de Halloween nos quedaba muy lejano. Lo nuestro eran las castañas y los moniatos calientes. España, en aquel entocnes, era un país en el que había muchos trucos pero pocos tratos.
Recuerdo la primera película que me llevaron a ver mis padres. No aguanté más que unos cuantos minutos dentro del cine. Se trataba de 101 Dálmatas. Debería tener unos 3 años escasos. Y no es que fuera un niño muy valiente, la verdad, pues a la primera aparición de Cruella de Vil imploré, a moco tendido, largarme raudamente de esa inmensa sala oscura en la que esa extraña mujer, con su presencia, atormentaba mi dulce existencia.
Un poco más crecidito y habiendo dejado ya olvidada en el baúl de los recuerdos mi chichonera de paja, empecé a perderle el respeto a esas salas oscuras con pantallas gigantescas. Descubrí que era el mejor templo para escaparme de la realidad cotidiana. Ante la citada pantalla me olvidaba por completo del agobio de los deberes escolares y de los aburridos juegos en el recreo, pues mi mente infantil se dejaba subyugar por toda clase de historias en color y en blanco y negro. Muchas tardes las pasé en un desaparecido cine de Barcelona, de esos entrañables, de barrio, de doble sesión y, a veces, de triple. Recuerdo, con añoranza, el cine Adriano, hoy convertido en parking. Tarzán, Jerry Lewis, Tom y Jerry, Marilyn Monroe, Gary Cooper y los primeros James Bond acabaron cambiando sus viejos carteles por el más aséptico de «Se admiten coches a pupilaje».
Fui creciendo, a lo alto y a lo ancho. A pasos agigantados. Pues siempre se crece con prisa, como si lo que nos esperase hubiera de ser mejor que lo que conocíamos. Y, al mismo tiempo, descubriendo otras vertientes del cine. Conociendo e indagando en las tripas de cada película y frecuentando salas de repertorio en los que se aprendía a respetar a los directores. Y eso sí, siempre dejándome sobornar por el buen criterio de un hombre ya desaparecido, Alfonso Sánchez, un crítico de cine inmenso. Más que un crítico, una especie de familiar inteligente, sencillo y capaz de venderte una película de manera maravillosa. Siempre que asomaba su rostro por televisión derrochaba maestría y sabiduría. Con la presencia de ese hombre ya tenía clara mi meta. De mayor quería ser como él. Es más, quería ser él, aunque sin tartamudez y un poco más guapo, a ser posible. Y es más aún, querría ser como él y, al mismo tiempo, poseer el mismo sentido del humor de Luis Sánchez Polack, «Tip» , el mejor de entre los mejores y que, en aquellos años, me enseñó que no era necesario irse a Hollywood para encontrarse con Groucho Marx. Él era nuestro Groucho nacional. Nuestro mejor y castizo Capitán Spaulding. De este modo y teniendo en cuenta que con un sueldo mísero era difícil afrontar el precio de varias entradas de cine al mes, me propuse entrar a las salas por el morro. De gañote, vaya.
Es por todo lo anteriormente descrito que tomé la sabia decisión de hacerme pasar por crítico cinematográfico. La mera excusa para deglutir cuanto más cine fuera posible. Es por ello que, tras haber trabajado (por amor al arte) para alguna emisora de barrio y algún que otro medio escrito de mediana difusión, acabé formándome un criterio, a veces acertado y otras no. Y aquí me tienen. Siguiendo con esto del cine y luchando a diario desde mi humilde blog, ese Spaulding´s Blog que, día a día, ha ido abriéndose un huequecito en la red. Y que ustedes lo disfruten.