Dicen que la vida del Caza Recompensas está llena de Glamour. Una existencia de adrenalina, lujo, vino y mujeres.
No sé cómo encajar eso mientras trato de levantarme del suelo, mientras mi cara se sumerge en una mezcla de sangre y vómitos.
La presa me sorprendió desprevenido. Una niña bien que huyó con la fortuna de sus padres al típico Paraíso tropical costarricense, sin fisco, sin policía, sin nada que no pudiera comprarse con dinero.
Allí estaba yo, tendido de bruces contra el asfalto del sombrío callejón, con la diestra empuñando la pistola mientras la zurda buscaba desesperadamente el cartucho. Apenas veía a través de la película de podredumbre, pero sabía que, sobre mí, cuatro Güeys armados hasta los dientes estaban dispuestos a darme el golpe de gracia, mientras, a lo lejos, la niñita reía en histéricas carcajadas, fruto de un exceso de drogas y el poder psicodélico de la paranoia.
¿Debí renunciar al trabajo? ¿Debí gastarme los diez mil dólares del último encargo en putas muy caras y coches rápidos?
Es increíble la cantidad de estúpidas preguntas que nos hacemos al borde la muerte.
Una patada en la espalda terminó de empotrarme contra el suelo. Un golpe seco en la nuca me puso en paz con todos los Dioses, esparciendo mis sesos como un racimo de uvas pisadas.
Y de la forma más estúpida, persiguiendo a una colegiala forrada y de moral 2.0, en un País lleno de cabras y garrulos, morí. Morí entre mierda de callejón, efluvios varios, sesos y litros de sangre que, desgraciadamente, resultó ser la mía.
Morí pensando en coches rápidos y putas caras, morí mientras la zurda cargaba el cartucho de la pistola que la diestra, temblorosa, sujetaba.
Dos segundos para renunciar a un trabajo. Un segundo más para que un arma cargada y años de experiencia segaran la vida de cuatro capullos hasta arriba de mierda.
Tres segundos de vida, o de muerte.
Esta vez, elegí el encargo equivocado.
Eduardo Bonafonte Serrano