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‘El Congreso’: Robin Wright, superlativa

El Congreso

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La necesidad de dinero, lleva a una actriz (Robin Wright) a firmar un contrato según el cual los estudios harán una copia de ella y la utilizarán como les plazca. Tras volver a la escena, será invitada a un congreso, que se desarrolla en un mundo que ha cambiado completamente. Basada en una novela de Stanislaw Lem, se trata del retrato de un mundo que se dirige inevitablemente hacia la irrealidad. 

Si una película está basada en un escrito (cualquiera) de Stanislaw Lem, podemos asegurar que no será convencional, a poco que se adapte con cierta fidelidad a este controvertido y genial escritor polaco.

‘El Congreso’, por tanto, no iba a ser una excepción. La inspiración en la obra de Lem es mínima, cierto, pero la película firmada por Ari Folman tiene dos partes muy diferenciadas: una en imagen real, y otra animada, donde se desata el ‘espíritu Lem’.

Hay dos películas dentro de ‘El Congreso’. En la primera, la imagen real sirve de vehículo para un drama perfecto, donde la magnífica Robin Wright (que se interpreta, con matices, a sí misma) compone un papel magnífico, repleto de matices y totalmente entregado a sus superlativas dotes como actriz. Para darle la réplica, otros dos grandes del Séptimo Arte: Harvey Keitel y Danny Huston.

En esta sección convencional, ‘El Congreso’ critica sin tapujos las sanciones de la Industria de Hollywood a las actrices y actores que pasan de los 40, planteando un dilema moral donde el actor entrega para siempre su imagen, para que los voraces estudios hagan con ella (casi) lo que les venga en gana, renunciando a su propia persona y a actuar jamás en cualquier ámbito.

Folman se las arregla, además, para explotar al máximo las capacidades dramáticas del relato, alumbrando momentos realmente inolvidables, como el monólogo de Keitel a Wright o la demoledora sinceridad de Danny Huston, que radiografía sin pelos en la lengua la Industria-Negocio-Guerra de la Meca del Cine.

El segundo acto, el animado, pese a su excelente calidad visual y unos cuantos guiños muy divertidos (atentos al tipo con gafas siempre sonriente), da al traste con el planteamiento inicial: la imagen diluye el mensaje. La expresividad de Robin Wright se pierde en su homónimo animado (incluso en la versión original, donde podemos disfrutar de su voz); las situaciones se suceden sin orden ni concierto, con apariciones de personajes inacabados con motivaciones difíciles de justificar y demasiadas referencias, demasiados árboles que no nos dejan ver el bosque.

El desenlace, por tanto, es irregular: la parte real acusa los vaivenes de su hermana animada, pero mantiene el tipo con (de nuevo) la enorme interpretación de Robin Wright; la parte animada intenta cerrar un círculo preciosista, emotivo y transcendente, atendiendo al leitmotiv maternal de Wright y su hijo enfermo… sin éxito.

El problema no está en usar la animación, sino en que ésta se plantea de una manera tan centrada (y desatada) en lo onírico que obvia lo acontecido durante el primer acto, en lugar de darle continuidad y coherencia acentuando la narración con ayuda de un recurso más.

Así y todo, ‘El Congreso’ merece la pena ser visionada. No siempre podemos salir de una Sala pensando en lo divino, lo humano… y también en qué pretendía Ari Folman insertando animación en un film, hasta entonces, intachable.

Lo mejor: Robin Wright.

Lo peor: la sección animada no ayuda.

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