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‘La Serie Divergente. Leal’: una saga difunta

Póster en español de La Serie Divergente. Leal

Tras las revelaciones trascendentales de “INSURGENTE”, Tris (Shailene Woodley) debe escapar con Cuatro (Theo James) e ir más allá de la muralla que rodea Chicago. Por primera vez dejarán la única ciudad y familia que conocen. Una vez fuera, todo aquello que presuponían como cierto pierde cualquier sentido tras la revelación de nuevas verdades. Tris y Cuatro deben decidir rápidamente en quién confiar, mientras se inicia una guerra despiadada que amenaza a toda la humanidad más allá de las paredes que rodean Chicago. Para sobrevivir, Tris se verá forzada a tomar decisiones imposibles sobre el coraje, la lealtad, el sacrificio y el amor.

En la liga de las distopías adolescentes, ‘Divergente’ siempre ha caminado por detrás de las demás, perdiendo fuelle con cada nueva entrega.

Si la primera resultó entretenida y, en ocasiones, estimulante, la segunda reveló una tremenda falta de originalidad, mostrando además sucesiones de incongruencias que lastraban el relato, ya de por sí cogido con pinzas (incluso en un entorno apocalíptico-cifi).

Tampoco ayudaba el elenco protagonista, al que el director Robert Schwentke resultó incapaz de sacarle el jugo que sí extrajo Neil Burger en la primera entrega.

Con ‘Leal’, todo lo malo de esta saga muerta en vida, se acentúa: Shailene Woodley, Ansel Elgort y Miles Teller resultan insufribles; Theo James lo intenta, pero Cuatro no da para más; Octavia Spencer, Naomi Watts y Jeff Daniels deberían ilustrar la cantada final de un director de casting en horas bajas.

Si los personajes son incapaces de emocionarnos, la historia tampoco ayuda: aparte de un par de escenas de acción bien facturadas y el correcto acabado, lo demás es, simplemente, absurdo.

Absurdas son las decisiones y motivaciones de los personajes; absurdos son los predecibles giros de guión; absurdo y simplista el discurso eugenésico-social que haría revolverse al más vago profesor de políticas.

Todo en ‘Leal’ necesita un chute de sentido común.

Cierto es que la taquilla manda, pero el público, aún joven, no es tonto. Entregar una película tan poco trabajada y estúpida, más allá del despliegue técnico, no solo es censurable, sino que revela un preocupante ‘todo vale’ para hacer caja.

Si el público acepta con agrado un experimento tan plano como el de Chicago y las películas que lo ilustran, quizás sea el momento de certificar que merecemos películas que, de eso, sólo tengan el nombre.

Y aún nos queda otra. Que el Apocalipsis nos pille antes.

Lo mejor: el acabado técnico.

Lo peor: su estupidez resulta insultante.

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