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‘Nuestra vida en la Borgoña’, Dioniso en el siglo XXI

Hace diez años, Jean dejó atrás a su familia y su Borgoña natal para dar la vuelta al mundo. Al enterarse de la inminente muerte de su padre, regresa a la tierra de su infancia. Allí se reencuentra con sus hermanos, Juliette y Jérémie. Desde la muerte de su padre al comienzo de la vendimia, y en el espacio de un año al compás de las estaciones, estos tres jóvenes adultos recuperarán su fraternidad, evolucionando y madurando al mismo tiempo que el vino que producen.

Cédric Klapisch (‘Nueva vida en Nueva York’, ‘Las muñecas rusas’, ‘Una casa de locos’), dirige y rinde un precioso homenaje a la cultura del vino. Pero no tanto del valioso líquido ya embotellado. Es un homenaje a toda la cultura de la tierra y sus viñas, a la elección de la variedad, de la cosecha, de la climatología, de la recolecta y de la elaboración de los propios caldos.

Pero sobre todo es un homenaje a la familia, a los valores que se heredan de los padres y se transmiten a los hijos. Y del amor de los hermanos, que aún siendo educados bajo una misma progenie, tienen intereses tan diferentes como sus propias personalidades.

De esto último se encargan con excelente química los tres protagonistas: Pio Marmaï, en el rol de hermano mayor ausente; Ana Girardot, quien acepta la responsabilidad de la herencia viticultora de la familia; y François Civil, como el menor de los tres, quien no termina de encontrar su lugar madurativo. Destacan también los papeles de Jean-Marc Roulot como el fiel y abnegado capataz de las viñas, y de la española María Valverde, pareja del mayor de los hermanos, aquejados de cierta crisis sentimental.

«De pequeño miraba por la ventana y pensaba que cada mañana era diferente». Así comienza el relato en primera persona de un guion escrito con mucho cariño y firmado por el propio Cédric Klapisch y por Santiago Amigorena, con la colaboración del actor Jean-Marc Roulot. Un excelente trabajo narrativo en el que mediante algunos flashbacks, podemos encontrar al mismo personaje dialogando consigo en sus diferentes edades: infancia y madurez.

Una historia ambientada en el ciclo completo de la vid, donde temas trascendentales como las relaciones familiares, la huida del regreso, los problemas de la distancia y el trato entre hermanos casi desconocidos, están equiparados al cultivo de la uva, a la tierra y a un testamento indivisible, a la recolecta y vendimia con las tensiones entre los jornaleros, a la dureza del trabajo, o a la generosa fiesta de la recogida.

En este cuadro muy agradable de ver y de sentir sobre la cultura del viticultor modesto también se describe cómo los roles de los niños pueden condicionar el futuro, o cómo los sentimientos se pueden perder por el camino de la vida por no hablarlos a tiempo.

Además de rehacer la familia y la casa para adaptarla a la nueva generación, ‘Nuestra vida en la Borgoña’ hace reflexionar sobre la durabilidad de los proyectos personales como si de vino se tratase: de pronto consumo o de larga elaboración para que desprenda todas sus características.

El amor es como el vino… necesita tiempo. Pero también necesita fermentar para que afloren todas las impurezas.

Lo mejor: el juego de los imaginarios diálogos sobre qué estarán diciendo otros personajes en la distancia en la que no se les escucha.

Lo peor: que el espectador pueda salir con tan grata sensación como para querer emborracharse de más.

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