Nuestra familia de monstruos favorita se embarca en un crucero de lujo para que por fin Drac pueda tomarse un descanso de proveer de vacaciones al resto en el hotel. Pero las vacaciones de ensueño se convierten en una pesadilla cuando Mavis se da cuenta de que Drac se ha enamorado de la misteriosa capitana de la nave, Ericka, quien esconde un peligroso secreto que podría destruir a todos los monstruos.
Contra todo pronóstico (teniendo en cuenta que nunca ha formado parte del top del cine de animación), la saga transilvana ha ido creciendo con cada nueva entrega. Sin deslumbrar en ningún momento, pero ganando interés y diversión explotando el filón cómico de los monstruos clásicos.
La tercera entrega de Drac y sus nutridos amigos sabe que el argumento es lo de menos, reduciendo al mínimo imprescindible la importancia del libreto (junta la m con la a y ata mínimamente la introducción, nudo y desenlace), para centrarse en la comicidad de Adam Sandler y las posibilidades plásticas del monstruoso Bestiario.
Así, la cinta nos regala noventa minutos de slapstick desenfrenado.
Mamporros, bailes imposibles, acrobacias que se pasan por el forro las leyes de la gravedad y un sinfín de monstruos coloristas capaces de hacer las mayores locuras.
Todo aderezado con un gag detrás de otro, en su mayoría acertados y repletos de guiños para el público más mitómano, y buen rollo para grandes y pequeños.
Se olvida nada más verla, pero las hilarantes vacaciones en el mar logran que disfrutemos de la mejor cinta de la (hasta ahora) Trilogía, que acusa menos el cansancio que Gru, Madagascar y otros productos afines.
Si se empieza muy abajo, desde un hotelito fantasmal lleno de tumbas y fantasmas, el único camino posible es hacia arriba.
Lo mejor: el baile de Drácula, y El Chupacabras.
Lo peor: no hay lugar para las sorpresas.