Robert Eggers, el visionario cineasta tras la obra maestra moderna del cine de terror ‘La bruja’, nos trae la hipnótica y espectral historia de dos fareros en una remota y misteriosa isla de Nueva Inglaterra a finales del siglo XIX.
Hay ocasiones en las que disfrutar de una buena película requiere algo de tiempo que va más allá del simple visionado en la sala de cine. Minutos, horas o incluso días después (suele ser lo más habitual), suelen aparecer imágenes en nuestra memoria sobre escenas y momentos puntuales que como un latigazo despiertan en nuestras neuronas un renovado interés. Y ahí es donde se produce la magia, donde encasillamos con plenitud el calado de su historia, y cuando la clasificamos en ese particular listado de títulos a considerar que solemos retener en nuestra mente.
‘El faro’ de Robert Eggers constituye uno de esos ejemplos en los que, al igual que sucede con un sueño aparentemente olvidado, desata toda la imaginería contenida que ha quedado impregnada y latente en la memoria, a modo de una excelente pesadilla onírica actualizada que recuerda a las obras de escritores de terror romántico como Poe, Baudelaire, o Shelley, por citar unos cuantos.
En su segunda película, tras el legado de ‘La bruja: Una leyenda de Nueva Inglaterra’, ha creado una magnífica impronta con su particular manejo de los personajes y de la cámara. De hecho, cuenta con el mismo equipo técnico: Jarin Blaschke responsable de una impresionante fotografía, el diseñador de producción Craig Lathrop en el diseño de producción, la diseñadora de vestuario Linda Muir, el compositor Mark Korven y la editora de montaje Louise Ford.
‘El faro’ es un filme sin ostentaciones. Rodado en un tétrico blanco y negro con un inusual formato 1:1 cuadrado, cuenta con apenas un pequeño y yermo islote rodeado por el embravecido mar, un faro con sus incómodas dependencias, ydos guardas que cumplen su condena laboral durante cuatro semanas bajo viento, lluvia y marea mientras aguardan su relevo.
Eggers lo apuesta todo a la vis dramática de los únicos protagonistas. Willem Dafoe interpreta a un viejo y gruñón lobo de mar que se enorgullece de estar casado con un faro tras abandonar a esposa e hijos, y Robert Pattinson es quien le da la réplica en el papel de un joven leñador escapando de su pasado y convertido en aprendiz de farero en la inmensidad del océano. Dos actuaciones llevadas al límite de la humanidad y que parecen retratadas con los mismos cánones que los de aquellos duros trabajadores anclados en los preámbulos de la época industrial, allá a finales del siglo XIX.
‘El faro’ obsequia al espectador con un sublime efecto hipnótico producto de la elaborada orquestación de planos muy singulares y rebuscados, sombras rocambolescas, sonidos estridentes como enigmáticos cantos de sirenas, y las tensas relaciones entre sus dos personajes, enjaulados en un tiempo en donde “el hastío convierte a los hombres en villanos”.
Es claustrofóbica, delirante y desesperada. Y te atrapa en la aparente sencillez de su complicado engranaje como una maldición y una locura ahogada entre tragos de alcohol. Una desasosegadora y única experiencia que no es más que tensa calma que precede a la tempestad, una “lux aeterna” que, sin duda, lucirá prendada en la memoria.
Lo mejor: su estética, la relación entre sus protagonistas, la tensión y el alucinante misterio que impregna la obra como una niebla fantasmagórica.
Lo peor: el pretender buscar más allá de unos perfiles que están varados en una roca con faro, sin apreciar la dureza de un trabajo que hoy en día carece de sentido por la evolución tecnológica.