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‘Solo nos queda bailar’, anquilosada danza ancestral

Merab ha entrenado desde joven en el grupo de danza nacional de Georgia con su compañera de baile Mary. Su mundo se ve fuertemente sacudido con la llegada de Irakli, quien pronto se convierte en su mayor rival y deseo. En este entorno conservador, Merab se ve obligado a liberarse y arriesgarlo todo.

La danza es uno de los valores tradicionales que conforman la riqueza cultural de ciertas sociedades. Un tesoro ancestral de quienes han ido propagando este ritual a lo largo del tiempo, y en el que se mantienen el espíritu y los ideales del grupo, de las colectividades o de las naciones, que según evolucionan van incorporando elementos propios a cada momento histórico. Georgia es un estado que representa de manera formidable la fuerza emotiva que supone el baile dentro de su vida y costumbres. Al igual que la mayoría de los países del este, la danza también simboliza la representación del poderío y la vigorosidad de esas luchas con el entorno de otros pueblos que rivalizan por conquistar o defender, bien sean rusos, turcos, armenios o azerbaiyanos. Un orgullo patrio.

El director y guionista sueco Levan Akin, tras El círculo’ y ‘Certain People’, despega de manera formidable, para recuperar sus raíces georgianas, haciendo un retrato muy preciso y precioso sobre el momento cultural y social de este país euroasiático. Muestra la juventud de un grupo de bailarines que aspiran a incorporarse a la compañía del Ballet Nacional de Danza.

A la dureza propia de los entrenamientos diarios por la rigidez y la complejidad que impera en esta disciplina artística, se suma el descubrimiento y despertar de la identidad sexual, inmersa en el entorno hierático de un universo celoso y guardián de valores anquilosados en la tradición conservadora de la masculinidad.

Nuevas caras del este como Levan Gelbakhiani, Bachi Valishvili o Ana Javakishvili, han tenido que esforzarse mucho para contar esta historia desde la expresión corporal de la danza y desde sus primeras interpretaciones cinematográficas, en un mundo y una sociedad que todavía camina muchos pasos por detrás de la libertad individual. El resultado es un conmovedor relato en el que confluyen la pasión por el baile y el inocente descubrimiento de los rasgos emotivos que imperan en cualquier persona. Eso sí, subyugados a una sociedad en la que la homosexualidad es sinónimo de enfermedad, a día de hoy.

‘Solo nos queda bailar’ no solo es valiente, sino que también es sensible y tierna como el primer amor. Muestra la vida diaria de un joven grupo de aspirantes, con diferencias sociales marcadas, que coinciden en aunar esfuerzos por el interés y respeto de una costumbre tan arraigada como es la danza.

Los valores principales de la narración residen en retratar de manera bastante exhaustiva un lugar y un momento, coetáneos a los nuestros, en los que la tradición no permite gesto alguno de “debilidad” y donde la máxima expresión reside en la exaltación de una masculinidad mal entendida e impresa a fuego en el ADN de la nación. Se ocultan sentimientos que permitirían avanzar hacia una sociedad más preparada para afrontar nuevos tiempos. A fin de cuentas, la cultura y la tradición también se han de nutrir del sentimiento actual en el que viven con esfuerzo el conjunto de sus miembros para crecer y avanzar.

Un duro relato tan liberador como lleno de inocencia y de dolor por no querer aceptar la identidad de cada uno de los integrantes, que puede abrir la mente a quienes se obstinan en vivir en tiempos pasados.

Lo mejor: ayuda a ofrecer una visión bastante cercana a lo que es el verdadero amor, con independencia de credo, clase social e incluso raza, además de ser escaparate y baluarte del siempre interesante folclore de países como Georgia.

Lo peor: quien se obstine en su contenido sexual para eclipsar el mensaje principal hacia la tolerancia.

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