A Fernando, y a esos otros tantos…
El capitán Vladimir Arseniev y su destacamento tienen que realizar unas prospecciones geológicas en los bosques de la taiga siberiana. La inmensidad del territorio y la dureza del clima hacen que el capitán se extravíe. Condenado a vagar por una tierra salvaje, Vladimir conoce a Dersu Uzala, un cazador nómada que conoce el territorio como la palma de su mano y sabe cómo afrontar las inclemencias del tiempo. Dersu enseñará a Vladimir a respetar la naturaleza y a convivir en plena armonía con ella, una lección que difícilmente olvidará el resto de su vida.
Estos son tiempos convulsos; con cierto halo de inverosimilitud e incoherencia. Parece que todo este mal sueño queda un tanto lejos, hasta que la realidad te pone en tu sitio y puede hacer tambalear todas tus vivencias. La normalidad ya no existe y la denominada “nueva normalidad” es un cúmulo de tristes ironías. Tras el parón obligado en la totalidad de la industria cinematográfica, nos encontramos inmersos en ese impasse que todavía queda por definir. Los productos más esperanzadores han visto cómo sus estrenos se han visto postergados sine die a merced de los caprichos de la pandemia. Otros han buscado una solución comercializadora a través de las plataformas audiovisuales. Y los últimos sirven de conejillos de indias para probar resultados de distribución en esta tímida reapertura de las salas cinematográficas.
Por este motivo, podemos alegrarnos de disfrutar en pantalla grande de tres grandes películas que ya tenían su hueco reservado en la historia del cine. El amor y la pasión por el séptimo arte del ‘Cinema Paradiso’, la locura bélica de ‘Apocalypse Now’, y este precioso canto a la amistad que ahora nos ocupa como es ‘Dersu Uzala – El cazador’. Tres inmensas joyas con las que podremos alimentar, en cierta medida, tanto el alma como el ánimo cinéfilo.
Akira Kurosawa (‘Vivir’, ‘Los siete samuráis’, ‘Yojimbo’, ‘Ran’), es uno de los cineastas japoneses más influyentes de la historia (otro podría ser, sin algún género de dudas Miyazaki, en el mundo de la animación). Tras salir de una crisis personal que le llevó al borde del suicidio, el legendario estudio Mosfilm le contrató para plasmar en la gran pantalla la obra autobiográfica del propio Vladimir Arseniev, ensalzando el espíritu del pueblo ruso en una época en la que la televisión era un producto inasequible para la ciudadanía.
Tras tres largos años de producción, el recelo japonés por el proyecto encargado al director, y la dureza de unas condiciones de rodaje a las que se sumaban las adversidades meteorológicas de sus parajes naturales, ‘Dersu Uzala – El cazador’ se estrenó en 1975. Ahora, casi medio siglo después, resulta igual de maravillosa y cautivadora que entonces, y más si es en salas cinematográficas. Lo cual es siempre muy de agradecer.
El hilo conductor es sencillo. Describe una verdadera historia de amistad, narrada poéticamente desde la misma naturaleza indómita a la que están sometidos sus personajes en la primera década del siglo pasado. Vladimir, un capitán noble al mando de un pequeño regimiento explorador, es quien descubre por casualidad al guardián del espíritu del bosque, y va registrando, a modo de flashback en dos largos actos, su convivencia y experiencias singulares con el peculiar Dersu. Yuriy Solomin y Maksim Munzuk, los dos actores que encarnan a estos protagonistas, transmiten una química muy especial, casi legendaria, cargada con un tremendo y emotivo valor poético en los lazos que ambos establecen.
La verdadera magia resulta de la interacción de sus personajes, de un magnífico guión confeccionado por el propio Kurosawa y por Yuriy Nagibin, y por supuesto de una impresionante elección de planos que, desde la adopción de su punto de mira, son capaces de transmitir en lenguaje visual la maestría de un relato tan natural.
‘Dersu Uzala – El cazador’ es en sí una obra maestra e imprescindible para quienes amen el séptimo arte, que sirve tanto tiempo después (de la novela y de la película), para enseñar a pensar en los demás, algo ahora tan poco habitual. Habla de la «gente» de la naturaleza, del fuego, del sol y la luna, de la pureza del alma. Una vida en la taiga que sin ella ya no es vida. Una filosofía de entenderlo todo de otra manera que hasta consigue desprender una religiosidad natural.
Un maravilloso cuento que con el drama, la música y el sonido de la naturaleza es capaz de describir el verdadero valor de la amistad de un oficio valeroso para una vida épica. Y en los tiempos que ahora corren es muy de apreciar.
Lo mejor: la bondad que transmite en todos y cada uno de sus fotogramas, es para vivirlo.
Lo peor: la imagen y el paso del tiempo, pecata minuta para esta magnífica joya.