Documental biográfico que explora, como si de un río se tratase, todas las dimensiones y vertientes de la figura de Enrique Villarreal. Un retrato humano donde la memoria individual confluye con la colectiva ofreciéndonos un relato que profundiza en el recorrido histórico y vital de una de las figuras más importantes del Rock & Roll en castellano. Una historia emocional donde podremos observar los diferentes rostros y caminos que este singular artista ha tomado.
A la hora de abordar el perfil artístico de un personaje público hay que buscar la máxima honestidad. Un retrato es la expresión viva de una persona en un momento dado, con el peso de sus circunstancias y con la particular visión que el autor quiere transmitir de su observado. Que no quiere decir que el acercamiento se produzca desde la objetividad, la imparcialidad y el contar lo máximo posible para que el espectador se pueda hacer una precisa idea del esbozo psicológico que está presentando.
El primer largometraje documental que dirige Natxo Leuza, también pamplonés como el protagonista de esta historia, busca rendir un cálido homenaje. Le trata con respeto, cariño y mucha admiración por su modo de combinar las paletas de imagen, los documentos de archivo, las declaraciones y los silencios. Son trazos de pastel con pincel fino y delicado, limpios y completos para el retrato. Y de acuarela suficientemente diluida para los contextos. Tiene buen acceso a la documentación y siempre cuenta lo que quiere narrar, utilizando la primera persona de su personaje de tan singular figura. Un buen trabajo que persigue honrar más a las luces que a las sombras de una carrera musical de quien todavía tiene mucho por cantar.
Esta tabla es un paseo cronológico y ordenado desde la infancia de Enrique Villarreal hasta la actualidad. De la adopción del mote como sobrenombre para el resto de una vida marcada por los disturbios policiales en el popular barrio pamplonica de La Txantrea, así como del surgimiento del grupo Barricada (en honor a tales conflictos), dentro del panorama de las bandas rockeras ochenteras junto a Leño, Obús, Asfalto, Barón Rojo, Ñu… También habla de la pérdida de compañeros por el camino y de la amistad y la hermandad durante el periplo de un grupo legendario.
Pero también se deja fotografiar en el interior de la cocina, junto a Mamen Irujo, su pareja de tantas aventuras, y a sus hijos Araia y Gari, degustando un plato de cuchara. Las inquietudes, la creatividad, los desengaños y el dolor, que emanan de estar en esa montaña rusa cuya inercia no todos saben encajar sin vomitar por el camino. Y regala momentos emotivos, cantando una canción a su madre adormecida por un galopante alzhéimer o jugando como un crío más junto a sus preciados nietos.
‘El Drogas’ es la reivindicación de su propia personalidad, una redención musical, y una nueva vida para aprovechar ese “humo y brasas del que nacerá el próximo incendio” de la creatividad. Arropado por las intervenciones de colegas, compañeros de fatigas y profesionales de la música como Rosendo Mercado, Kutxi Romero, Christina Rosenvinge, Fito Cabrales, Carlos Tarque, Gorka Urbizu, Marino Goñi, o Javier Gallego, nos muestra una cara muy cercana a la leyenda.
Lo mejor: el interés que despierta con independencia de los gustos musicales particulares de cada cual, las inclinaciones políticas y o la época de referencia en la que cada el público se encasilla. Y la magnífica composición del cuadro con los elementos disponibles.
Lo peor: hubiera sido deseable un poco más de fondo, de entorno, para poder situar mejor la perspectiva del artista que cuenta mucho de sí, pero siempre lo que quiere contar.