Cuenta la historia de María, una bailarina joven, divertida y con ansias de libertad a principios de los años 70, una época que en España estuvo marcada por la rigidez y la censura, especialmente en televisión. Con ella descubriremos cómo hasta el más difícil de los sueños puede convertirse en realidad, y todo ello contado a través de los grandes éxitos de Raffaella Carrà.
La TVE de los setenta, cuando era única (a pesar de contar con dos canales y una carta de ajuste), grande (con el share al 100%), y nada libre (por la criba del censor, al igual que sufría la gran pantalla y, bueno, casi todo lo que se movía), ha sido la cuna de muchos realizadores, productores y directivos que nos han traído a los pies del actual panorama audiovisual.
Esos característicos movimientos de cámara, el uso indiscriminado del zoom, las chicas con vestidos ajustados pero discretos, aquellas coreografías insólitas… tenían nombres y apellidos italianos como Valerio Lazarov, Giorgio Aresu o Raffaella Carrà.
Luces, chirriante colorido (cuando casi todo permanecía en blanco y negro), diversión hipnótica, inocencia e ingenuidad, y un pelín de cinismo a la hora de sortear los estrictos patrones deontológicos de la televisión.
Estos son los principales rasgos con los que cuenta el primer largometraje del hispano-uruguayo Nacho Álvarez a la dirección, y guionista conjuntamente con David Esteban Cubero y Eduardo Navarro. Engarzan las populares y pegadizas canciones de la diva italiana en un argumento que tiene características más teatrales que cinematográficas. De hecho, no sería de extrañar que pronto luzca su título bajo grandes paneles de leds (ya no se estila el neón), en las calles de las principales ciudades donde el musical todavía sigue vigente.
La historia no cuenta gran cosa, ni demuestra verosimilitud con los acontecimientos. No es su objetivo, ni mucho menos. Pero sí desprende simpatía, alegría y mucha jovialidad, para quienes ahora vemos el mundo bajo el prisma de múltiples formatos inimaginables hace ya tantos años. Y lo logra. Logra alcanzar a ese público que dista varias generaciones ya, y está ávido de la máxima desconexión con la realidad. Por supuesto, y también de quienes se saben al dedillo las canciones pachangueras de verbenas y similares de tal calaña melómana.
En toda esa vorágine audiovisual, destaca el especial brillo que transmite su protagonista María, una Ingrid García-Jonsson (‘Salir del ropero’, ‘Zona hostil’), vivaracha y que desprende chispa; inocente, ilusionada y con muchas ganas de comerse el mundo bailando, y aparentemente frágil e indecisa. Pablo, interpretado por Fernando Guallar (‘Gente que viene y bah’), es todo lo contrario. En busca de la recta moral en tiempos de censura, intentando seguir los estrictos pasos de su padre, aquí un divertido Pedro Casablanc (‘Invisibles’, ‘B, la película’). No puede faltar la incondicional amiga que ofrece Verónica Echegui (¡Déjate llevar!’, ‘Kamikace’), el aprovechado realizador de Fernando Tejero (‘8 citas’, ‘Los lunes al sol’), y especial mención para esa diva televisiva que propone Natalia Millán (‘Nubes de verano’).
En esa España de pandereta de los setenta hermanada con la Italia precursora de las Mamá Chicho que homenajea esta ligera coproducción de Nacho Álvarez, la única pretensión es la de hilvanar los éxitos de la Carrà para todas las generaciones, y lo consigue sin necesidad de preocuparse por la veracidad, sino sencillamente divertirse. Poco a poco vamos engrosando el género patrio haciéndonos con un fondo de catálogo (‘La llamada’, ‘El otro lado de la cama’…) que algún día hará tambalear a ‘Rocketman’ y sucedáneos.
Lo mejor: a pesar del aparente escepticismo que pueda provocar, es una muestra simpática, ingenua y hasta visualmente explosiva, cuyo parecido con la realidad solo puede tratarse de una mera coincidencia.
Lo peor: la irreverente incoherencia de lo que se cuenta y la banalidad de los hechos con tal de enganchar casi sin solución de continuidad el repertorio musical.