Magdalena emprende una travesía en busca de su hijo, desaparecido en su camino a la frontera con Estados Unidos. El recorrido de Magdalena entre pueblos y paisajes desolados del México actual la conduce a conocer a Miguel, un joven recién deportado de los EU que viaja de vuelta a casa. Así se acompañan, Magdalena buscando a su hijo, y Miguel esperando ver a su madre de nuevo, en un territorio donde deambulan juntos víctimas y victimarios.
El mundo que conocemos no se limita a lo que vemos, sentimos, compartimos, amamos, o incluso anhelamos a diario. Ni tampoco a lo que soñamos. A pesar de la globalización, no tenemos conciencia de las pesadillas que se pueden estar generando ni de las condiciones de supervivencia física y psicológica de otros seres tan cercanos o lejanos, que por no verlos ni sentirlos es imposible que comprendamos.
De México no todo es Acapulco, ese Benidorm trasnochado para la gente que maneja influencias. Ni Cancún o la exótica Riviera Maya, o tales lugares en los que el visitante se siente tan confortable como un animal protegido de todo lo que acontece al exterior de esa jaula invisible. Tampoco es un muro divisorio para frenar la emigración en busca de la promesa del maná hacia un mundo mejor. Más allá de una vida opulenta con vistosas mansiones que cubren extensiones de varias cuadras, o de lucir lujosos carros (varios por finca, por supuesto), imitando desmesuradamente el american way of life, existe mucha más miseria oculta de la que se puede asimilar.
En la primera película de la mexicana Fernanda Valadez, se atreve a lanzar una mirada inquietante a esa otra cara de la realidad que no percibimos. A ese modo de vida incómodo en el que se lucha gratuitamente por la supervivencia del ser anónimo por 24 horas más. Ayudada en el guion por Astrid Rondero (‘Los días más oscuros de nosotras’), ambas proponen un retrato valiente sobre la brutalidad y la pasividad ante las terribles desapariciones de personas que se producen a diario por todo el país.
El resultado es una desasosegadora road movie que lleva directamente al infierno de la inmundicia inhumana, en un ambiente rural preciosamente fotografiado de la manera más natural.
Magdalena, interpretada por Mercedes Hernández (‘El violín’, ‘La tirisia’), abandona todo para intentar localizar el rastro de su hijo. En el largo deambular en busca de su paradero, se cruza por el camino con Miguel -el actor David Illescas-, un joven deportado del sueño de obtener una vida mejor. Una adopción mutua para resistir el infortunio cotidiano de una vida frágil y caprichosa. Dos personajes fundidos en la aridez del entorno que asumen sin emociones, sin sentimientos y sin vida casi, cuanto les es dado.
Su directora Fernanda Valadez describe así un cuadro duro, muy duro, sin tapujos ni miramientos. Sin vergüenza, y con la gallardía de reflejar una naturaleza no tan desacostumbrada a lo que se pueda pensar. En esa búsqueda y reflexión interior localiza el mal del propio pueblo mexicano en sus propias entrañas. Una insoportable y ardua realidad que tan a menudo nos negamos a admitir.
Lo mejor: su claro e inequívoco mensaje de denuncia, de un pueblo desmembrado, de sus gobernantes ausentes, sin necesidad de echar balones fuera.
Lo peor: la insensibilidad acumulada en este largo periplo justificada por el fuego final.