En busca de trascendencia y prestigio social, un empresario multimillonario decide hacer una película que deje huella. Para ello, contrata a los mejores: un equipo estelar formado por la celebérrima cineasta Lola Cuevas y dos reconocidos actores, dueños de un talento enorme, pero con un ego aún más grande: el actor de Hollywood Félix Rivero y el actor radical de teatro Iván Torres. Ambos son leyendas, pero no exactamente los mejores amigos. A través de una serie de pruebas cada vez más excéntricas establecidas por Lola, Félix e Iván deben enfrentarse no solo entre sí, sino también con sus propios legados.
A priori, la experiencia de ver una película en una sala de cine podría iniciarse desde que comienza la proyección de la misma hasta el final del último fotograma (créditos incluidos). Hay quienes promulgan que desde el mismo hecho de la elección de un título hasta que perdura en el recuerdo la experiencia fílmica es parte del proceso artístico. En la actualidad, y en aquellas producciones comerciales que pretenden reventar récords de ingresos, esta experiencia puede iniciarse incluso mucho antes de que entre en fase de preproducción, lanzando en redes sociales un goteo de información que forma parte de su mercadotecnia. Lo cierto es que en cada espectador el momento para disfrutar del cine puede tener tantas connotaciones diferentes como público pueda encontrarse en la sala e incluso fuera de ella, antes y después.
El tándem formado por los escritores y directores argentinos Mariano Cohn y Gastón Duprat, reflexiona con mucha ironía y gran acierto sobre lo que puede ser el cine antes y después de estrenar una película. Desde el origen de una idea hasta su paso por la rueda de prensa promocional de la obra ejecutada. El encargo, la selección, los ensayos, la maduración y las consecuencias. Una disparatada y tan verosímil versión artística sobre el proceso creativo capaz de dejar con la boca abierta al espectador que contempla los entresijos sobre cómo se ha llegado hasta la película y a la gran pantalla.
Desborda tanta genialidad como hipocresía en un lúcido guión que da rienda suelta a su contenido. Pero los verdaderos artífices de tan magnífico resultado es la trinidad actoral de sus protagonistas, quienes brindan momentos hilarantes que recuerdan de refilón las incongruencias artísticas de ‘The Square’.
Penélope Cruz en el papel de Lola está sublime. Una directora de cine independiente que tiene que lidiar con los excesos de testosterona de sus dos antagonistas masculinos. Inteligente, firme y decidida a hacer las cosas como le da la gana, bien podría estar propuesta no para ser nominada sino para ganar cualquier premio de este gremio por los diferentes y sorpresivos matices de su propuesta.
Antonio Banderas interpreta una versión cínica y adulterada de lo que él mismo representa como actor internacional, en una autoparodia magistral. Hedonista y narcisista en busca de rellenar la esencia del prestigio al mínimo esfuerzo.
Y Óscar Martínez, esa pose reposada, alternativa y espléndida que contrasta con todo el método del anterior personaje.
Los tres están atrapados en un juego de esperpénticos espejos sobre la vanidad artística y el narcisismo fílmico.
‘Competencia oficial’ es una recreación minimalista, descarada y ególatra hacia la profesión que bien merece un psicoanálisis cinematográfico tan recurrente por la cultura argentina. Imprescindible para pasarlo a carcajadas por la grandeza de su autocrítica.
Lo mejor: sus tres protagonistas, sin olvidar a José Luis Gómez, y el desparpajo para mostrar el metacine propuesto de Cohn y Duprat.
Lo peor: que a veces la realidad puede superar con creces la propia ficción, y qué lástima por Penélope, pues este papel le acerca mucho más a la preciada estatuilla.