El mundo de los hombres se halla sumido en una etapa de corrupción, maldad y degradación espiritual. Dios, cansado de su pecaminoso comportamiento, comunica a Noé, un humilde carpintero, el castigo divino que va a acabar con toda existencia en el planeta: el diluvio universal. A su vez, este hombre justo y bueno recibe la misión de crear una enorme arca, donde debe ponerse a salvo junto a su familia, reuniendo en su interior a un macho y a una hembra de todas las especies del reino animal.
Admitámoslo: había mucho miedo entre la audiencia por la visión que un director tan personal como Darren Aronofsky podría dar del diluvio universal y el personaje de Noé, llevado tantas veces a la gran pantalla y, sin duda, controvertido.
Pues bien, el ‘Noé’ de Aronofsky es una mortal descarga de talento y ambición. Tanto que, al final, se queda en tierra de nadie, engullida por una historia de dimensiones (nunca mejor dicho) bíblicas. Pero no adelantemos acontecimientos.
Primero, las virtudes: ‘Noé’ cuenta con poderosas interpretaciones, comandadas por la mejor versión de Russell Crowe, que carga a sus espaldas el peso de la película con la naturalidad propia de un actor mayúsculo.
Los designios de Dios convierten a este carpintero en la última esperanza para una desnortada humanidad. Noé hará todo lo que esté en su mano para completar la tarea y reiniciar la Tierra, devastada por las bajas pasiones que tantas y tantas veces nos han puesto entre la espada y la pared. Crowe asume el descenso a los infiernos como si tal cosa, acompañado por las excelentes Jennifer Connelly y Emma Watson, capaces de aguantarle el pulso con soltura.
Aronofsky hace suyo el relato y, fiel a sus inamovibles principios que pasan por revolver la conciencia del espectador, carga la película de imágenes y discursos perdurables, que alcanzan el clímax con la explicación que Noé da a su familia sobre la creación. A poco que nos impliquemos sacaremos cientos de lecturas del primitivo, poliédrico y fascinante carpintero y, por extensión, de nosotros mismos.
Y ahora, los defectos: la película transita por demasiados géneros, intentando contentar por igual a los amantes del Blockbuster palomitero y los parroquianos del director más personal de los últimos 20 años, incapaz de dar puntada sin hilo.
Tarea, por supuesto, imposible.
Cuando el espectáculo llega a su fin, ha valido la pena pagar cada euro de la entrada, pero es inevitable pensar que el pastel se ha quedado sin guinda.
Lo mejor: la potencia del discurso y la apabullante puesta en escena.
Lo peor: no se pueden tocar tantos palos y salir indemne.