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Capítulo III
Michaelson
El equilibrio del terror. Era lo único que separaba las siete potencias, que las mantenía dentro de sus fronteras. Cada una con su propio Telekinético. Todas súbditas, a su vez, de La Sección, la organización capaz de matar a los Siete en un segundo.
Pero ¿quién coño quería eso? Nadie. Sin los Siete, La Sección perdería su mayor baza intimidatoria, pese al poder que atesoraba.
Sin un Telekinético, las potencias más pequeñas sucumbirían a las grandes, y la guerra volvería a estar de moda, no como la pieza de museo en la que se había convertido.
No, nadie quería perder el control. Él, uno de los mejores asesinos mercenarios del planeta Tierra, menos.
No había Guerras, pero sí conflictos, escaramuzas, juegos de salón y cloacas. Esas pequeñas cosas que los Siete delegaban, ocupados en tonterías como desviar misiles nucleares o alterar el curso de un asteroide en rumbo de colisión hacia la Tierra.
En lo oculto, barriobajero, suburbano… Michaelson era el mejor. Y hoy le tocaba trabajar, de lo lindo.
Hacía tiempo que no visitaba la Confederación Ibérica. Los últimos zapatos que compró en Italia, en aquel maravilloso viaje con Lisa, comenzaban a desgastarse.
Ahora, en España, no venía de compras, sino de caza. Objetivo: otro mentecato Nacionalista que quería asesinar al Destacado Español, un Tecnócrata de 25 años que accedió (o, más bien, le dejaron acceder) al poder desde su casa, con una campaña de vídeos online donde difundía, una y otra vez, la famosa cópula entre el Destacado anterior y un ave de corral poco agraciada. Cómo si las hubiera monas, no te jode.
«No hay nada peor que un depravado folla gallinas enfrentado a un experto en Marketing».
Los Siete y La Sección acabaron con los Nacionalismos alrededor del mundo. Con un pensamiento, Jacobo Linares, el Telekinético ibérico, desarticuló los Comandos de nueva ETA, los hijos de la Cataluña libre, el frente de liberación Silvio Berlusconi y los demás aledaños y semejantes. Como el que va a comprar el pan.
Como en todo, siempre tiene que haber gilipollas descarriados. Y, para esos, Michaelson era la solución.
Ni un alma en las calles de Bilbao. A las nueve de la mañana, la mayoría de las personas seguía durmiendo (ventajas de que el teletrabajo fuera lo habitual). Sólo las putas, los barrenderos y los maleantes ocupaban las calles.
En silencio, agazapado en la azotea de un edificio de oficinas, Michaelson calibró el fusil desintegrador, provisto de lo último en miras telescópicas láser. Con esa maravilla podía abatir a una abeja a mil metros.
La presa de hoy era un poco más grande: un corpulento Gudari llamado Gorka. Dos metros de Marmitako andante que podía matar a un hombre como en los chistes de vascos que leían de pequeños en clase de Historia.
Gorka estaba preparando el atentado. Al principio sólo eran rumores. Cosas que sueltan los Yonkis cuando quieren un chute desesperadamente, o los Abuelos cuentabatallas aburridos tras triplicar la esperanza de vida del lejano Siglo XX… y seguir casados con la misma mujer.
Pero si él estaba allí, era porque los servicios de inteligencia de La Sección hacían bien sus deberes, y el terrorista tenía los medios para, al menos, intentar terminar el trabajo.
Pobre idiota. No contaba con que el fusil desintegrador y el mejor hombre para dispararlo se agazapaban a dos kilómetros de su piso, la quinta planta de un vetusto edificio del casco antiguo. Ni siquiera tenía ascensor de fusión.
Pasó a visión ampliada. Uno a uno, los muros de las construcciones que lo separaban de su objetivo se volvieron transparentes: dos parejas follando, un señor en el baño, una Marujabot cuchicheando en el tendedero autosecante con sus amigas, un par de viejas babeantes viendo el Reality de turno… nada fuera de lo habitual en un mundo repleto de borregos de alta tecnología.
Llegó a su objetivo: Gorka estaba de pie frente a una enorme mesa de madera, repleta de explosivos, holoplanos y modelos en 3d del joven Destacado Español, junto a sus perfiles hackeados de las Redes Sociales.
Había que reconocerlo: en un Mundo normal Gorka tenía todo lo necesario para borrar de la faz de la Tierra a ese niñato. Pero esto, no era un Mundo normal. Ni de lejos.
Ajustó los parámetros del disparo. El secreto de un arma desintegradora no solo era la ultratecnología, sino la capacidad del tirador para decidir cuándo detonaba la bala una vez transportada. Si se equivocaba, mataría a cualquiera, o a nadie.
Por suerte, él era el mejor, y su cien por cien de acierto en veintitrés asesinatos, no había sido batido por ninguno de sus compañeros del ramo (o quizás sí, no es que hubiera un puto ranking oficial circulando en las revistas bélicas).
Respiró hondo, imaginando la trayectoria de la bala, cotejando los cálculos electrónicos del ordenador del fusil con su experiencia en el arte de segar vidas. Como un virtuoso del violín, apretó el gatillo. La bala salió disparada sin fogonazo, durante un nanosegundo, y se transportó.
– ‘Uno, dos, tres, cua…’- soltó el gatillo.
La cabeza de Gorka estalló, salpicando la mesa de sangre y sesos.
-‘Y cinco’- volvió a soltar el gatillo.
La bala se materializó, y explotó. La quinta planta del vetusto edificio saltó por los aires, evaporándose.
Una sensación eléctrica le envolvió. Seguía siendo el puto amo.
Sonó el teléfono, directo a sus tímpanos. La palma de su mano derecha se inundó de una luz azul. Los móviles subcutáneos molaban.
Era La Sección de Londres… ¿qué coño quería Mia Wallace?
Descolgó, pensando que ojalá tuviera un par de horas para degustar la legendaria dieta mediterránea.
Matar con arte… siempre le daba hambre.
(Fin del capítulo III).